Yo recuerdo a mi abuela en sus raras y solitarias visitas al
cementerio de Durazno donde yacen nuestros antepasados, de de las dos ramas, la
materna y la paterna. Tal vez como una señal del destino, ambos panteones son
vecinos desde hace tal vez dos siglos. Ya nadie va por ahí, aunque tal vez
quede alguna sobrina nieta de mi abuela que haya dejado ya su última ofrenda
floral sobre las enmohecidas tumbas.
Pero recuerdo aquella vez en que la acompañé. Ella se detuvo
y me dijo:” Aquí está la hermanita de tu madre que perdimos siendo muy
pequeña”. Y allí había, tras un vidrio de esas ventanitas que tienen los viejos
panteones, un florerito con una solitaria flor blanca…Mi abuela dejó otra en
ese mismo lugar y nos retiramos en silencio. Había sido su primera hija, tuvo
cuatro hijos más luego, de larga vida, pero nunca la olvidó.
De mi abuela materna no se de su fe. Nunca supe que concurriera
a una iglesia, ni la vi rezar. Creo que ni sabía “el padre nuestro”. Pero su
rostro frente a aquel sepulcro me dio el sentido de la eternidad del dolor, su
silencio lo gritaba aún. Todos tenemos nuestros edulcorantes para los amargores
del alma, no se cual era el suyo, tal vez lo depositaba en ese lugar, como una
ofrenda, porque la vida siguió su curso, le dio hijos, nietos y biznietos.
Estas líneas son las que me vienen en mente acompañando el
dolor de mis hermanos de la vida y de sus hijos.
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