Tengo la suficiente edad, habiéndome iniciado muy joven, de
haber presenciado, y a momentos participado, de la mayoría de las discusiones
propositivas de la “izquierda nacional”, desde la fundación de la Unión Popular
en los sesenta en adelante. De aquel intento de descolonización política que
fuera la convergencia entre Vician Trías y Enrique Erro para la construcción de
pensamiento y acción nacional, tratando de romper con el izquierdismo cipayo y
el “nacionalismo” entreguista que venían a anarquizar al continente y que
comenzaba a funcionar en el país de aquellos años. Cuando el Uruguay, como nos
alertara Methol Ferre desde “El Uruguay como problema”, debía dejar a Ponsomby
para volver a Artigas, es decir dejar de ser “el Uruguay Internacional” que
Herrera y Batlle diseñaron a principios del siglo XX durando medio siglo, a una
salida como pueblo americano. Pero para eso había que repensar el país, revisar
nuestra historia mitrista, antiamericana, volver a inspirarse en los hombres
con pensamiento propio. Pero el batallar colonial nos distrajo, nos inocularon
la guerra fría burlando nuestras consignas de liberación nacional y poco andar
nos trajeron “la guerra de Argelia” a Montevideo. Y. como carecíamos de una
“religión” salvadora, una originalidad de pensamiento cultural propio, nos
metieron en una guerra que no era nuestra ni en la forma ni en el fondo. Los
africanos del norte mantuvieron su originalidad ideológico-religiosa, rumbo y
coherencia nacional, ellos siempre pudieron ser conscientes de pertenecer a un
pueblo fisurado por el colonialismo, pese a
su tribalismo ancestral. Pero nosotros fuimos tempranamente despojados
de esos instrumentos ideológicos. Solo tuvimos una “inteligentzia” colonial que
buscaba salidas en el laberinto de ideas prestadas. Pensaban nuestras élites
que se podían valer de los instrumentos ideológicos que importaban los libreros
como lo hacían con las manufacturas, dejando de pensar que los instrumentos,
materiales o ideológicos, tienen en su diseño la intencionalidad del creador y
esto condiciona al que irreflexivamente se piensa que puede usarlos
impunemente. Y lejos de aquella alerta de Simón Rodríguez a su alumno, Simón
Bolívar, “si no creamos erramos”, preferimos “comprar hecho” y así, generación
tras generación compramos revoluciones, primero la francesa, la norteamericana
o luego la rusa, despreciando a todos aquello que hacían sus propios caminos.
Despreciamos a todos los movimientos de cambio que en el siglo XX intentaron
redimir a nuestros pueblos del colonialismo. No entendimos ni a Perón, ni a Vargas,
ni a Cárdenas, ni a Paz Estensoro, ni
siquiera a Fidel, que fue de todo menos
un cipayo del imperialismo ruso. En fin, sin pensamiento propio no hay
liberación. Si no recuperamos nuestra identidad como pueblo no tendremos
derecho a poseer ni los frutos del territorio y a la larga ni el territorio que
pisamos, porque tarde o temprano del parasitismo mercantil pasaremos al despojo
porque los que, como dijo Manuel Dorrego, “ingleses entran comerciando y salen
mandando” y luego de dos siglos de colonialismo mercantil ya quedan pocos
que piensen que podemos autogobernarnos. Han reducido nuestras
patrias a menos que condados de sus dominios con la complicidad de nuestras
“clases dirigentes”, esos administradores de colonias formados en sus bufetes
para administrar factorías.
Hoy la tarea es volver a pensar. En los años sesenta hubo un
intento de hacer eso que los gringos llaman “taques pensantes”, la generación
que me antecedió, le llamó “Nuevas
Bases”, lo integraban muchos de los intelectuales que formaban la columna del
semanario Marcha y otros más que fueron sembrando pensamiento.
Si la guerra extraña nos desmembró, nos destruyó por décadas
nuestra identidad, el intento de pretender manejar la colonia sin pensamiento
propio semeja la fantasía de los chiquilines que se ponen al volante de la
chatarra abandonada en un campito. ¿Quién no dio vida a uno de esos despojos? Bien, asumir la
conducción de los despojos de patria que nos dejaron es lo que estamos
haciendo.
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