Las dos
primeras generaciones del siglo XX, los nacidos en el cambio de siglo y que
llegaron, los primeros a la veintena en los años 20” y los segunda generación
en los cuarenta, la de mis abuelos y padres, la nuestra llega a la madurez en
los sesenta, tuvieron grandes ilusiones de patria. Tal vez por ser uruguayos de
primer generación, hijos de inmigrantes, fueron receptores de todos los relatos
que hacían a la épica artiguista, se identificaron con ella. Dicen los
cronistas que para aquel día en que Zorrilla de San Martín leyera su poema “Leyenda
Patria” en la Piedra Alta de Florida aquel 19 de abril de 1925, la mayoría de
aquella multitud de jóvenes que lo escuchaban extasiados tenían abuelos
extranjeros, eran hijos de los inmigrantes del siglo.
Aquel Uruguay
surgido de la paz de 1904, tras la primer reforma constitucional de 1916,en
plena guerra europea, dejaba de ser el vago “estado oriental”, surgido de las
componendas imperiales tras la destrucción del proyecto federal americano, setenta y seis años de guerras civiles, que
nos dieran la fama de “Tierra Purpúrea”, por las sangres americanas derramadas,
esos nuevos hijos necesitaban de “la leyenda patria” para construirse un lugar
propio bajo el sol. Como dijera un personaje de Javier de Viana, “la tierra
hará de los gringos gauchos”, tras aquel siglo genocida no quedaban más que uno
de diez orientales con abuelos nacidos en el país. Ese Uruguay era otro, hijo del positivismo
decimonónico, definitivamente políticamente unitario, con difusas nostalgias
federales. A esa altura, para los nuevos uruguayos, “la patria vieja” era tan mítica como la
guerra de Troya, un relato necesario para el buen sueño de los novísimos
orientales. Así, pues, los vascos se “hicieron
blancos”, dicen por su eterna lucha en
su tierra contra los gobiernos opresores, los italianos se “hicieron colorados”,
atraídos por la leyenda garibaldina , llegaban a una tierra en la que en el
puerto les esperaba un monumento a Garibaldi como héroe nacional. En fin, se
dio un ensamble de tradiciones y relatos
amablemente cobijados por el mítico Artigas.
Pero, aquel
Uruguay, miembro privilegiado del
Imperio Británico, con veinticuatro millones de lanares y diez de bovinos, era
el cuerno de la abundancia, todo se industrializaba y exportaba a Europa en trenes y barcos
ingleses, nuestros comerciantes portuarios pasaban largas temporadas en París,
gastando las remesas de oro que les enviaban sus mayordomos de estancia o sus
banqueros. Tanta riqueza daba para jugar
al republicanismo, era posible convertir a esas masas inmigrantes en electorado, para eso el estado debía proveer actividades generadoras de ocupación, crear un mercado
interno para clases trabajadoras, una gran burocracia que lo organizara todo y
un empresariado protegido que procesara parte de la riqueza local, textiles,
molineros, industria de confección y metalúrgica
liviana porque Europa en guerra no podía
proveernos de nada. Ese Uruguay felíz, del pleno empleo, del clientelismo político, base de nuestra democracia liberal,etc. Pero, sin no hay bien que dure cien años no
hay mal finito, no duraría aquello mas de tres generaciones, para los sesenta,
las guerras mundiales habían desterrado
de la región a John Bull y traído a Tío Sam y “la Tierra Purpúrea”
volvió por sus reales. El Uruguay había pasado de 1000.000 en el 900 a 2.500.000
en 1950, y allí se terminó la cosa. Tio
Sam no nos compraba nada, no dependía de nosotros como su predecesor inglés,
éramos tierra baldía para futuros colonos , no
tierra generadora de latinos. Por lo tanto todas nuestras expectativas de
industrialización fueron lentamente desmanteladas en el medio siglo siguiente
en toda América sureña. Los motines militares no nos bombardearon la ciudad,
como lo hicieran con Buenos Aires, pero si comenzaron la lenta y metódica
destrucción de nuestro estado de bienestar, tarea en la que les llevó el medio
siglo siguiente y que, con renovados bríos ataca este gobierno.
En 1959
llegan los herreristas al gobierno, enancados en las heroicas tradiciones blancas
del siglo XIX, cuyo último vástago fuera Luis A. de Herrera, fallecido al mes
de aquella victoria. Pero los blancos llegaban “repodridos” al gobierno, había
quedado al frente del gobierno un demagogo ruralista, Benito Nardone, que
resultó ser el artífice de la victoria, resultó ser un eficiente agente de los
servicios de inteligencia norteamericanos, junto con otros, con un plan de
gobierno acordado previamente, entre los cuales se encontraba el ingreso al
FMI, la reforma cambiaria y monetaria que nos conduciría a la dolarización
inflacionaria de la economía, y a un rápido proceso de concentración de poder en
ejecutivos unipersonales, porque, decían los gringos, “el colegiado es
ingobernable”, claro había que poner en concierto muchas voluntades
entreguistas para el logro sin escándalo de sus metas. Así pues, los ocho años
que siguieron a aquella victoria llevaron a grandes agitaciones sociales,
tormentas en vaso de agua comparado con lo que vendría tras la pergeñada
reforma constitucional de 1966, uno de sus redactores, artífices sobreviviente
, como guadián de cementerio, Julio M. Sanguinetti, hizo carrera conduciendo el
regreso los orientales a “la tierra purpúrea”.
De la
generación de los sesenta, los condenados a la emigración , cárcel y muerte, a
perder aquel sueño de patria que llenó la vida de padres y abuelos, quedan
algunos viejos, setentones. De la generación intermedia, los nacidos en los
años 30, quedan pocos, uno de ellos, José Mujica, que fuera de los movidos a la
acción revolucionaria tras el gran fiasco de la victoria blanca de 1959, pues sería del pueblo blanco saldría
gran parte de la militancia y de la mística de aquel Movimiento de Liberación
Nacional, mechado por militantes de los partidos de la izquierda testimonial y urbana,
internacionalista y nostálgica del batllismo.
Hoy, ¡las
vueltas de la vida!, los dos gerontes
sobrevivientes de los tiempos revueltos de los setenta, el guerrillero y el artífice de la dictadura
como de “la pluriporquería” que le sucedió, se confunden en un abrazo y
caminan, tambaleándose hacia las bocas de sus nichos que ya tienen reservados
en el Panteón Nacional.
Nada nuevo
para los conocedores de nuestra
historia, “los orientales son todos unitarios”, había advertido Juan Manuel de
Rosas en el comienzo de nuestra desventurada peripecia política.
Y, colorín y
colorado, este cuento se ha acabado.
*Imagen. Símbolo tradicional masónico que congrega a los
logistas definidos como filosófica y políticamente unitarios.
En nuestra
geografía urbana, el obelisco a los constituyentes de 1830, es el vértice de un
compas cuyos brazos son las calles
Canning y Lord Ponsmbi, al final de las que se encuentran las casas de los
embajadores de Gran Bretaña y de los EEUU.
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