Lo más fascinante de esta civilización es el divorcio entre
lo que decimos y lo que vivimos. Todos podemos decir que hay que cuidar el
medio ambiente. Pero vivimos una vida tóxica para nuestros cuerpos y el
entorno. Es más, educamos a nuestros hijos y nietos en esa misma cultura de
consumo, de uso y tire, nos quejamos de los efectos que produce en parques,
plazas, arroyos y mares. Todos los sabemos, hasta hay una especie de anestesia
sobre el tema generada por la saturación. Parece que cuando se habla mucho de
un asunto este se vuelve intrascendente. Tantas fotos de hambrientos que hasta
pueden ser usadas en la publicidad comercial de Benetton, hasta parecen
estéticamente bellas. ¡Hemos sido vacunados contra las posibles reacciones
contra el sistema!
Fuimos a una juguetería por unos presentes infantiles
prometidos. Bien, allí una masa de gente se apilaba para comprar los más
desopilantes juguetes. Su común denominador: el plástico. Autos eléctricos,
plásticos, con capacidad para un niño de cinco años durante seis meses, así de
restringidos los espacios pensados para una rápida obsolescencia por
crecimiento del niño. Todos los juguetes hijos de la publicidad, del mercadeo
de películas de Disney, sus personajes fantásticos, muñecas de un día. Todo lo
que llenaba los estantes no tardaría un año en convertirse en basura, a
juntarse con la enorme masa de envases y empaquetado plástico.
Los padres enloquecidos por satisfacer los sueños de sus
infancias, regalando autos eléctricos que no requieren ni el esfuerzo de los
niños para moverse. Chiches que no van a compartir con los amiguitos por lo
costosos y delicados que son. Chiches destinados a rápida rotura y
obsolescencia, solo destinados a alentar el transporte individual, principal
responsable de siniestralidad, contaminación y estrés urbano.
Todas las clases sociales alucinadas por la fiesta consumista
del personaje de Coca-Cola, Papa Noel, que en marquetinera sincresis con el
cristianismo, es el mesías del Dios mercado que nos visita cada fin de año,
dejándonos endeudados para todo el siguiente.
Los modernos esclavos solo están atados por las cadenas de
las deudas y el látigo de los vencimientos.
Para que esta rutina no ser rompa, cada año educamos a
nuestros hijos en el sencillo y cómodo culto de Santa Claus.
Las relaciones personales tienden a ser efímeras, de
conveniencia y por lo tanto desechables. Aferrados al presente, hay que permanecer
eternamente jóvenes, de esa forma se niegan la decadencia y la muerte, que aún
cuando se presenten, son ocultadas y negadas. Se construye un lenguaje
negacionista. No somos viejos, somos” gente grande”, no tenemos panteones,
tenemos hornos. Nuestras existencias desechables no son mas que cenizas al
viento. En definitiva, la muerte no existe, solo hay olvido…
Por lo tanto, no hay que preocuparse. Ya lo dijo Trump, el
“cambio climático no existe, es poco menos que una prédica de los enemigos de
América”. Y por otra parte, lo confirma Putin, diciendo que “cambio climáticos
ha habido cientos en los millones de años del planeta. Científicamente no se
sabe sus razones ciertas”. Bien, como decían los “santos padres”, “ante la duda
abstente” de cambiar ninguno de tus hábitos de vida, porque gracias a ellos
marcha el mercado.
El infierno no existe, decía mi muy católica abuela y
agregaba, el infierno está aquí. Nada mas cierto. El infierno no existe, pero
el maligno si. Viste de rojo, no tiene el tridente de la imaginería antigua. En
su siniestra una campanilla que nos convoca al shopping, su diestra levanta una
apetitosa botella de Coca-Cola…
Comentarios
Publicar un comentario